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El dolor que provoca el fracaso

Ilustración: Veramixture

Hace una década que Alan, un joven trans de 17 años, se quitó la vida para no seguir soportando las humillaciones y los golpes diarios por tener una identidad diversa. En este tiempo las cosas no han cambiado mucho. El bullying LGTBIfóbico sigue siendo una realidad en el patio de cada escuela. Toca preguntar: ¿Qué estamos haciendo para acabar con esta lacra?

Comunidad Toñi Moreno

Iban a ser las primeras navidades con su recién estrenado DNI, pero no pudo con la presión que llevaba soportando desde los catorce años en el colegio, y la Nochebuena del 2015 se tiñó de negro cuando Alan, con tan solo 17 años, decidió que se había cansado de luchar. Veinte días antes de atiborrarse a pastillas, había celebrado un triunfo único: el de ser el primer menor catalán que había cambiado su nombre en el DNI para que se correspondiera con su verdadera identidad. Cada letra de ese Alan -nombre que eligió por ser el de su gata al revés- fue conquistada con sufrimiento, humillaciones y situaciones muy difíciles de soportar. «Lesbiana», «Marimacho de mierda», «¿Cómo es que te llamas Alan si tienes tetas?»… eran solo algunas de lindezas que cargaba en una mochila con demasiado peso. Sus padres le apoyaron desde el primer momento, incluso se mudaron de Rubí a Sant Cugat para que pudiera ir a otro instituto… aunque según declararía su madre días después de su muerte; le seguían «haciendo la vida imposible».

Han pasado diez años desde la muerte de Alan, y la verdad es que no han cambiado mucho las cosas. Los datos del último estudio serio hacen que tengamos que reflexionar como sociedad. Uno de cada cuatro estudiantes de la Generación Z sufre acoso escolar LGTBIfóbico, por su orientación sexual o su identidad de género. En el 64% de los casos que se denunciaron, los colegios no tomaron ninguna medida. Dicho de otro modo: no hicieron nada.

La mitad de los chicos que padecen todas las consecuencias de este bullying -aislamiento social, agresiones o ciberacoso- han tenido intentos e ideaciones suicidas. Y en el caso de los menores trans, las cifras se disparan.

¿Qué valores estamos inculcando para que a los menores les parezca normal grabar una agresión?

El otro día, y no es un hecho aislado, tuve que dar paso en el programa de actualidad que presento cada mañana en Canal Sur a un vídeo que me dejó atormentada. Eran imágenes grabadas con un móvil en las que se veía perfectamente cómo un niño de unos once años era perseguido por una jauría de bestias que le insultaban, empujaban, pegaban y se rían de él. Entre todos ellos, había uno que se presentaba como líder de la manada. Con la valentía que le daban los demás, humillaba al pobre niño gritándole: «Maricón, ¿quién soy yo», a lo que el otro debía responder: «El puto amo». «¡Que no te oigo!, ¿Que quién soy yo?». Y desde las entrañas del miedo decía con toda la voz que le salía de ese cuerpo tembloroso: «¡Eres el puto amo!». Todos: el puto amo, los que grababan al puto amo, y los que jaleaban al puto amo, tenían la misma edad que el pobre niño, año más o menos. Tuvimos que pixelar sus rostros porque eran menores de edad y además inimputables: ninguno de ellos alcanzaba los catorce años. La agresión era en la calle, a la salida del colegio, y no todos los de la pandilla estaban en la misma clase que el agraviado, así que el centro no asumió como propio el caso. Un punto menos para la estadística.

Pero la historia no acababa ahí. Los mayores del colegio se enteraron del bullyng que estaba sufriendo el crío y esperaron al agresor a la salida. En este segundo vídeo, el miedo se había trasladado de mirada. Ahora, el puto amo estaba encorvado, protegiéndose de los golpes, y se había hecho pequeño y cobarde. De nuevo elementos comunes: unos grabando con el móvil, otros jaleando, y el líder, esta vez con la voz de adolescente, gritándole: «¿No eras tan valiente?… ¡Venga, ahora quiero ver lo valiente que eres!», le espetaba mientras le daba de hostias.

Concentración por la muerte de Alan en San Sebastián en diciembre de 2015. Pedro Martínez/El Diario Vasco

Tengo que reconocer que, como tenía clavada la mirada de terror del primer niño, tuve unos nanosegundos de ‘gustirrinín’ por lo que me sonaba a la venganza de los justos, pero me recompuso el sentido común y reflexioné sobre lo visto. ¿Qué estamos haciendo con nuestros hijos para que esté ocurriendo esta barbaridad? ¿Qué valores les estamos inculcando para que les parezca lógico grabar una agresión, que es otra manera de participar en ella, en vez de pararla? ¿Qué recursos estamos poniendo para parar esta locura y que no sean otros pandilleros los que tengan que proteger al más débil? Creo que el problema tiene su raíz en nuestra casa. Cuando criamos a niños sin obligaciones y dejamos que en casa sus malas acciones no tengan consecuencias, el menor tiene todo el derecho a pensar que en la calle puede hacer lo mismo. Si en casa es el ‘puto amo’, es lógico que en la calle piense que también lo es, y que no le va a pasar nada si actúa como un acosador. Tenemos la obligación de educar a nuestros hijos en la empatía -no sólo en la confianza- para que nos cuenten si están sufriendo un episodio de bullyng, pero también para que no se crucen de manos cuando vean que lo están haciendo con otro compañero.

He leído que en Mendoza (Argentina) acaban de aprobar una ley de responsabilidad parental, y multarán a los padres de los niños que hagan bullyng. Me parece una medida muy acertada, a ver si por lo menos el dinero nos hace reflexionar y actuar con nuestros hijos de otra manera.

Quiero que mi hija se sienta libre y respetada con la identidad que sea. Porque se es, no se elige

Me da miedo dejar por escrito alguna reflexión como madre, porque no sé lo que me depará el futuro con mi hija. Ahora tiene cinco años, y le repito como un mantra que si ve a una compañera sola en el recreo, que se acerque y juegue con ella; y que si observa que una niña pega a otra que se ponga en medio. Que si le pegan a ella, que se lo diga a la ‘seño’ y luego a mí, pero que no responda pegando. Le hablo de que sea lo quiera ser, que sentir es maravilloso, y que cada niño puede tener la identidad que quiera. Hay días que me dice que tiene una novia, y otros que tiene un novio. Sé que en ese sentido lo estoy haciendo bien. Quiero que se sienta libre y respetada con la orientación que elija y con la identidad que sea. Porque se es, no se elige.

A veces, cuando viene contándome que le hacen el vacío durante el recreo, quiero morirme. Intento quitarle importancia y hacerle ver que hay más niños en el cole. Luego pienso cómo debe ser el dolor de unos padres que saben que su hijo hace bullying. Ese debe ser el dolor más difícil de consolar, el dolor del fracaso.

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