Comunista militante y homosexual, Eloy de la Iglesia se erigió como un cronista cinematográfico de su tiempo, reflejando con sequedad y crudeza las transformaciones sociales del país, desde la represión franquista y las contradicciones de la transición democrática. Su cine, humanista y político, fusionó realismo social con provocación moral. Sin embargo, De la Iglesia no sólo consiguió constituir un certero retrato de la vida de los excluidos (delincuentes, drogadictos y marginados); sino que su mirada queer le llevó a plantear la homosexualidad no como enfermedad ni desviación, sino como una identidad atravesada por la hipocresía social.
Si bien su filmografía explorará abiertamente la homosexualidad masculina, en ‘El techo de cristal (1971)’, todavía bajo la férrea censura del régimen, De la Iglesia recurrió al ‘thriller’ psicológico como vehículo para hablar de lo queer de una manera sutil, reprimida, aunque latente. A través de sus personajes femeninos y su interacción con el opresivo entorno en el que se encontraban, establecía un juego de poder emocional que sugería mucho más que una simple relación de vecindad. La joven y solitaria Marta (Carmen Sevilla) vive en un edificio de apartamentos mientras su marido está ausente; Julia (Patty Shepard), su vecina del piso superior, ambiguamente gélida, es autosuficiente, seductora, inteligente; un tipo de feminidad que podía ser percibido como peligroso a los ojos de la autoridad franquista. La acción se desarrolla casi exclusivamente en el edificio; bajo patrones entroncados con el cine de Alfred Hitchcock, el microcosmos que se nos muestra es una metáfora del estado policial franquista: nadie puede escapar al escrutinio colectivo. Lo diferente se convierte en motivo de sospecha. El aislamiento de Martha, su obsesión por Julia y su progresiva paranoia son recursos que el director usa como síntomas de una represión internalizada para hablar del deseo prohibido bajo el disfraz del misterio.

Con el triste récord de ser, posiblemente, la película con más recortes en guión y montaje perpretados por la censura, en 1972 vio la luz ‘La semana del asesino’, que contó con una versión internacional titulada ‘The cannibal man’. Marcos (Vicente Parra) es un hombre corriente que trabaja en un matadero al que una noche que vuelve a casa con Paula (Emma Cohen), su novia, se ve envuelto en una pelea con un taxista, al que termina matando de una pedrada. A éste le seguirá su novia y todo aquel que le suponga un riesgo de acabar en la cárcel. Marcos no se convierte en asesino que mata por placer, es producto del rancio costumbrismo que le rodea; se encuentra alienado, no tiene deseo heterosexual evidente y parece encontrarse incómodo con su masculinidad, con la masculinidad dictada por el franquismo. Desde una lectura queer, encarna a un engendro social que ha sido expulsado a los márgenes. Marcos mantiene una amistad con Néstor (Eusebio Poncela), voyeur que en ocasiones le observa a través de unos prismáticos desde su casa en un bloque de apartamentos. A Néstor no le llama la atención nada que haya en el interior de la chabola en la que vive Marcos, ni siquiera las fotos colgadas de modelos semidesnudas en la pared; su mirada busca contemplar con detalle su cuerpo. Marcos sólo encuentra tranquilidad y relajación junto a Néstor (como en la escena que aparecen juntos en la piscina, cuyo contenido homosexual fue eliminado de la versión que se estrenó en España), hasta el punto de convertirse éste en el catalizador de su redención.
‘La semana del asesino’ es la película con más recortes en guion y montaje perpetrados por la censura
En el marco de la Transición española, ‘Los placeres ocultos (1977)’ emergió como una obra cinematográfica radical que cuestionaba los discursos identitarios y el orden represivo heredado del franquismo. El décimo film del director, por un lado, visibiliza las vidas homosexuales donde lo normativo rige los cuerpos y los sentimientos y, por otro, critica al entramado patriarcal, clasista y heteronormativo de la sociedad de la época. Eduardo (Simón Andreu) trabaja en la banca; es solitario, burgués, respetable y homosexual. No está marcado por los estereotipos bufonescos de los filmes que proliferaron durante los sesenta y setenta, no es una caricatura. Representa a una generación de hombres homosexuales obligados a la clandestinidad sexual, emocional y afectiva. La relación de Eduardo y Miguel (Tony Fuentes), joven heterosexual de clase obrera, se constituye (de nuevo en la cinematografía del director), como una relación de poder, una relación conflictiva entre clase y sexualidad. Eduardo se vale de su posición social y económica para seducir a chicos jóvenes; Miguel, objeto de su deseo, víctima también del sistema, constituye el arquetipo de la masculinidad tradicional. En un momento en el que las instituciones democráticas apenas comenzaban a emerger, el filme aparecía como una denuncia contra el silencio forzado y la homofobia instaurada en la estructura social y cultural del país.

Es en 1978 cuando Eloy de la Iglesia construye una de las piezas más significativas de su cine. Con ‘El diputado’, presenta una reflexión sobre la hipocresía social en una España que busca definir su identidad democrática. A través de la historia de un político de izquierdas atrapado entre la represión sexual y la exposición pública, el filme pone de manifiesto la imposibilidad de libertad en un entorno aún marcado por la vigilancia ideológica y moral. A diferencia de sus anteriores trabajos, De la Iglesia sitúa a su protagonista homosexual dentro del poder político, denunciando las contradicciones morales de la izquierda de la nueva democracia. Roberto Orbea (José Sacristán) es un diputado de izquierdas, casado, que es encarcelado por su activismo político en los últimos años de la dictadura. En su estancia en prisión conoce a Nes (Ángel Pardo), un chapero con el que intima y con el que continuará manteniendo el contacto una vez en libertad. Captado por un grupo ultraderechista, Nes le presenta a Roberto a un joven chapero, Juanito (José Luis Alonso), contratado para seducirlo y extorsionarlo. Posteriormente, este vínculo trasciende del chantaje inicial y se convierte en un espacio íntimo de comprensión entre ambos; más allá del sensacionalismo, el cineasta busca la humanización del deseo homosexual. Impregna a su protagonista de dignidad: en su comparecencia final ante la prensa da un paso hacia su libertad, más allá de su vinculación partidista. El estreno de la película generó una fuerte controversia en los partidos de izquierda, especialmente en el PCE, al que perteneció De la Iglesia; las críticas que recibió provocaron su aislamiento dentro del ámbito comunista y su progresivo alejamiento del activismo partidista. Pese al clima de crispación generado, ‘El diputado’ se convirtió en un éxito de público y un referente del cine político y queer español.

‘Navajeros’ (1980), ‘Colegas’ (1982), ‘El Pico’ (1983) y ‘El Pico 2’ (1984), núcleo representativo del cine quinqui de Eloy de la Iglesia, si bien abordaban problemas sociales como la delincuencia juvenil, la drogadicción y la marginalidad, también contenían una presencia constante de la temática homosexual, tratada de manera latente, tensionada y, en ocasiones, ambigua. Erotismo y fascinación del cuerpo masculino, intensidad afectiva y física que trascendía el afecto normativo y desestabilización de la frontera entre amistad y deseo, impregnan los argumentos de este cuarteto fílmico.
Proyecto deseado largamente por el director, ‘Otra vuelta de tuerca’ vio la luz en 1985. Recurriendo a los mimbres del género de terror, De la Iglesia depura su técnica, facturando una puesta en escena austera, de tonos fríos, para continuar hablando sobre la identidad homosexual acosada por la mirada social. Adaptó la célebre novela de Herny James con un cambio importante: la institutriz de la obra escrita es sustituida por Roberto (Pedro Mari Sánchez), un joven jesuita que comenzará a trabajar como tutor de la sobrina del conde Echeberría (Luis Iriondo). Con la llegada del hermano mayor de la pequeña, comenzarán a producirse extraños acontecimientos en la casa. El seminarista va desestabilizándose progresivamente por la tensión existente entre la autoridad moral que se le exige y la atracción inquietante, nunca explícita, por el joven Mikel (Asier Hernández). La iluminación tenue, los encuadres cerrados de cámara y la constante presencia del cuerpo masculino crean un ambiente cargado de erotismo contenido. Los silencios sustituyen las palabras. El relato de terror gótico se erige como metáfora de la represión del deseo homosexual.
La trayectoria de Eloy de la Iglesia culminó con una carrera marcada por la representación de la marginalidad y la diversidad sexual en la gran pantalla
Tienen que pasar 16 años desde ‘La estanquera de Vallecas’ (1987) para que el último trabajo del cineasta, ‘Los novios búlgaros’ (2003) llegue a las pantallas. Los problemas derivados de su adicción provocan, durante este período, su desconexión de la vida pública y del mundo cinematográfico; su estilo directo, crudo y militante no encaja con las nuevas tendencias que comienzan a manifestarse a finales de los ochenta. Frente a la visibilidad cada vez mayor de una homosexualidad menos politizada, el director vuelve a presentar su mirada incómoda donde el deseo queer se presenta como un campo de tensiones entre el placer, la dependencia y el poder. Su obra, basada en la novela homónima de Eduardo Mendicutti, es una crítica a homonormatividad, construida sobre jerarquías sociales, raciales y económicas. Daniel (Fernando Guillén Cuervo), asiduo a los ambientes gais de Madrid, conoce a Kyrill (Ditran Biba), un joven migrante búlgaro del que se enamora apasionadamente. Kyrill, heterosexual, consciente de la situación, comienza a pedirle favores que bordean la ilegalidad. Incluso instalará a su novia Kalina en su casa. La relación de poder y, por tanto, de conflicto, está servida. A pesar de su aparente autonomía, Daniel es afectivamente vulnerable, lo que le lleva a utilizar el dinero como forma de garantizarse el amor. Kyrill, por su parte, se mueve entre la necesidad y la manipulación, lo que le lleva a convertirse en personaje activo, alejado del estereotipado ‘chico objeto’.
Con esta última obra, Eloy de la Iglesia culmina una trayectoria profundamente marcada por la representación de la marginalidad y la diversidad sexual. Su mirada, lejos de complacer, mantendrá su fuerza política y su voluntad de incomodar, poniendo de manifiesto que lo queer es una forma de ver el mundo desde sus fisuras, desde aquello que resiste a ser normalizado.





