La gente no sabe cómo dirigirse a mí. Y su vacilación me conmueve. Me gusta observarlos: hay quien se queda congelade unos segundos, con la boca a medio abrir, intentando adivinar si usar el masculino o el femenino, quien hace un rodeo imposible para evitar los artículos, quien, después de un buen rato de malabarismos, me pregunta con delicadeza: ¿cómo prefieres que te llame? y quien, directamente, no dice nada, por miedo a equivocarse.
Ese titubeo, ese instante en que alguien descubre que el lenguaje no le cabe en la boca, me parece hermoso. Porque ahí, en esa lentitud, estamos poniendo en marcha nuestra imaginación.
Ser una persona no binaria es habitar precisamente esa pausa. No es una nueva casilla entre ‘hombre’ y ‘mujer’ o un tercer género, sino el espacio que se abre cuando reconocemos que el mundo se cuela más allá de dos conceptos o palabras. Nos recuerda que el género es una escala de gris, un territorio que se mueve, respira y cambia de forma.
En mi caso, fue una intuición que ganó forma con los años: me di cuenta de que no era la masculinidad lo que me incomodaba, sino el peso de tener que encarnarla. Que no era la feminidad lo que deseaba, sino la libertad de moverme entre sus gestos sin que nadie me midiera el grado.
Pienso en las civilizaciones que ya lo sabían antes de que nosotros necesitáramos un nombre: en quienes tejían vestidos y cazaban; en las muxes de Oaxaca, las hijras de la India, las personas two-spirit que en tantos pueblos indígenas sostenían lo sagrado precisamente porque encarnaban lo múltiple. Lejos de ser una moda o de responder a una expresión de género determinada, las personas no binarias somos la memoria de una humanidad que siempre fue plural.
Reconozco que, a veces, me pongo tierne cuando me preguntan, desde una voluntad empática de conectar conmigo, si me despierto ‘mujer’ y me acuesto ‘hombre’, o nerviose cuando me piden una definición porque justamente se trata de huir de una inmovilidad impuesta. Prefiero decir que el no binarismo es una forma de aflojar las cuerdas del lenguaje para que la voz salga airosa. Es una práctica política, pero también una práctica de ternura: negarse a que el mundo te obligue a elegir una esquina, sabiendo que entre una y otra hay un campo entero donde es posible bailar. Parafraseando a Franco Battiato, yo lo que busco es un centro de gravedad ‘impermanente’.
Lejos de ser una moda, las personas no binarias somos la memoria de una humanidad que siempre fue plural
Y el lenguaje, claro, siempre está en el centro del debate. Y aquí me gustaría aclarar que, aunque el pronombre elle es el preferido por muches de nosotres, no todes lo usamos. Hay quienes eligen el masculino o el femenino, quienes alternan, quienes mezclan. Yo, por ejemplo, uso las tres opciones: ella, elle, él. Y eso, lejos de ser una falta de definición, es una forma de recordarme que cada palabra es un espejo y que a veces una necesita varios para verse entera.
Aceptar cualquier pronombre es instalar una pregunta en quien me habla. Es decirle: no hay una única forma correcta de nombrar, y eso está bien. Me gusta pensar en el lenguaje no como una fotografía estática, sino como una coreografía que cambia a cada paso. Así que cada vez que pronunciamos una palabra nos estamos dirigiendo hacia un lugar político desde el cual observar el mundo. También cuando usamos el masculino genérico.
Durante un tiempo se usó la x como símbolo de inclusión, pero pronto vimos sus límites: los lectores de pantalla no podían interpretarla, se volvía ilegible para las personas con discapacidad visual y además se alejaba de la música de la lengua viva. La e, en cambio, se abrió paso casi sola, con la humildad de las cosas que ya estaban ahí. No es ajena a nuestra lengua, incluso para referirse de forma ambigua a alguien (intérprete, inteligente) y suena natural, clara, viva. Respeta la economía del español y se adapta a su ritmo sin romperlo.
Cuando hay voluntad de ver al otro ante nosotres y no querer colonizarlo con el lenguaje, nombrar siempre es un acto de amor. Por eso, cada vez que uso la e, o cuando dejo que alguien me llame en masculino o en femenino, estoy diciendo que en el lenguaje también caben las contradicciones, que un cuerpo puede tener varios nombres y seguir siendo uno solo.
Pero claro, el lenguaje no vive solo en nuestras bocas. También pasa por los documentos, las leyes, los formularios. Lo que decimos y lo que podemos decir depende, muchas veces, de lo que un Estado decide reconocer. Argentina fue el primer país de Hispanoamérica en reconocer oficialmente en los documentos de identidad la opción no binaria. Durante un tiempo, esa pequeña casilla significó mucho: una grieta administrativa, un espacio donde dar dignidad política a formas de existir que siempre han estado ahí. Sin embargo, la llegada de Milei al poder la borró de un plumazo. Como Trump, declaró que solo existen dos géneros: masculino y femenino.
Y cuando se empieza a prohibir una letra, pronto se prohíbe un cuerpo. Lo vimos también aquí: la RAE incluyó elle en su Observatorio de palabras y, apenas dos días después, lo eliminó entre aplausos de quienes confunden autoridad con miedo. Mientras tanto, en el mundo anglosajón, el pronombre they en singular, utilizado para referirse a las personas no binarias o de forma inclusiva, fue elegido primero como palabra del año y luego la década.
No es casual que las agendas de la extrema derecha empiecen siempre por el lenguaje. Es más fácil prohibir una letra que garantizar vivienda, sanidad o educación. Más rentable señalar una identidad que asumir el fracaso de un sistema que deja a tantas personas atrás.





