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‘Black Friday’: la obediencia en oferta

En este régimen, el sujeto deseante ya no es un cuerpo que busca, sino un consumidor que se actualiza: cambia de teléfono, de imagen, de ropa, como si en cada renovación pudiera conjurar la tristeza de no saber qué quiere realmente

Comunidad Ángelo Néstore
Ilustración: Martín de Arriba.
Comunidad Ángelo Néstore

Cada año, sin excepción, el ‘Black Friday’ empieza en mi buzón de correo antes de que lo haga en las tiendas. A las 7.03 llega la primera notificación. A las 7.11, otra. A las 7.16, dos más. Con una cadencia militar cada pocos minutos, una marca distinta reclama mi atención con el mismo imperativo urgente. Cada una con un producto distinto, pero todas con el recordatorio de que siempre estoy a punto de perder algo si no actúo.

La ansiedad ordinaria del correo electrónico se superpone a la ansiedad extraordinaria del consumo, de marcas que se quedan calladas todo el año y juegan su único cartucho a ver si mi misericordia las salva del ‘spam’.

Con cada notificación engrosando los números en la burbujita del correo me doy cuenta de que el Black Friday es un laboratorio de ansiedad cuidadosamente diseñado para medir hasta qué punto un cuerpo es capaz de obedecer cuando se le promete una gratificación mínima envuelta en un lacito de urgencia.

Estos días se venden teléfonos, auriculares, ‘e-readers’ con descuentos abrumadores, pero lo que realmente se compra es la sensación, metabolizada como necesidad, de no quedar fuera del relato dominante: el relato que dice que consumir es existir.

La maquinaria opera de manera quirúrgica: crear la falta, amplificarla, convertirla en pánico, ofrecer un alivio temporal.

El ‘Black Friday’ es un dispositivo que, a través de los bienes, opera sobre el cuerpo como una forma blanda de disciplinamiento para producir subjetividades dóciles.

No hay nada más humano que el deseo, pero el capitalismo ha convertido ese impulso en una tarea administrativa. La condición trágica de desear (esa herida constitutiva que forma parte de estar vives) se gestiona ahora como si fuera un fallo del sistema que debe compensarse con actividad: comprar, actualizar, reorganizarse. En este régimen, el sujeto deseante ya no es un cuerpo que busca sino un consumidor que se actualiza: cambia de teléfono, de imagen, de ropa, como si en cada renovación pudiera conjurar la tristeza de no saber qué quiere realmente. Ese vacío que no sabemos nombrar se convierte en una secuencia de objetivos menores, una cadena de placeres empaquetados para no permitirnos acercarnos al vértigo del deseo. El mercado captura esa angustia y la redirige hacia los bienes de consumo, para que confundamos la plenitud con el alivio momentáneo, la búsqueda con el clic, la falta con una oportunidad limitada. Y así, en lugar de vivir con la complejidad que implica desear, nos entrenan a llenar la falta con objetos que nunca la tocan mientras navegamos por la avenida de la ansiedad.

El capitalismo necesita nuestro malestar para asegurar su continuidad, igual que necesita el agotamiento para garantizar que no tengamos fuerza para pensar en alternativas. Por eso, el descuento se convierte en una tecnología de control y la urgencia en la forma contemporánea del castigo.

Frente a este dispositivo, el gesto verdaderamente subversivo es recuperar la capacidad de no responder al estímulo. Tomarse el tiempo que el capitalismo quiere robarnos y devolverle al deseo algo que el mercado no soporta: nuestro silencio.

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