Si la Constitución tiene unos padres, el movimiento de liberación homosexual español, también. Y menudos padres, ya que este grupo lo engrosan activistas de la talla de Empar Pineda, Armand de Fluvià o Eliseo Picó, entre otros muchos. Estos valientes consiguieron, gracias a su trabajo incansable, construir un tejido social fuerte que nos ha ayudado a alcanzar los derechos que hoy disfrutamos.
Pero si hay un nombre que brilla con letras de oro en este ejército de precursores de las libertades es, sin duda alguna, el de Jordi Lozano, más conocido como Jordi Petit. Como un profeta pagano, este histórico activista, nacido en Barcelona en 1954, se dedicó durante décadas a predicar las bondades de la inclusión de gais, lesbianas, bisexuales y personas trans en la sociedad y se convirtió en la cara visible de un colectivo que no se atrevía a mostrarse públicamente por, entre otros motivos, el miedo a las represalias o a la marginación. Y su actividad, a todas luces, fue frenética.
A partir de finales de los setenta, Petit visitó platós de televisión, escribió artículos en prensa y asistió a tertulias en horario de máxima audiencia con una única finalidad: dar a conocer la realidad homosexual y, de esta manera, conseguir que la población española desactivara los prejuicios derivados del miedo a lo desconocido. «La primera vez fue con Armand de Fluvià, el 31 de mayo de 1978. Esa es la primera vez que aparecemos en televisión dos gais hablando de que esto no es una enfermedad», rememora Petit al otro lado del teléfono. A partir de entonces, su presencia fue constante y sostenida en el tiempo: «Recuerdo que una vez me paró por la calle un señor del Opus Dei y me dijo: ‘Mire, no estoy nada de acuerdo con lo que usted explica, pero lo hace muy bien’. Y me quedé un poco traspuesto, claro». No olvidemos que estamos hablando de una época en la que solo había dos cadenas, por lo que salir en televisión de forma habitual era sinónimo de convertirse en una estrella mediática.
Si echamos la vista atrás, nos daremos cuenta de que la vida de Jordi ha sido bastante movidita. Siendo muy joven comenzó a militar en el Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC), cuestión que le llevó a visitar la cárcel en un par de ocasiones, primero en 1973 y luego en 1977. No obstante, la experiencia adquirida en esta militancia política clandestina le ayudó a ponerse pronto al frente de la lucha del movimiento de liberación homosexual español. «Yo ya vi que en el PSUC había suficiente gente para tirar adelante. Entonces me di cuenta de que en el movimiento gay había que apretar. Es decir, éramos menos y a mí me pareció que mi tiempo libre lo debía invertir en el movimiento gay porque, además de que éramos pocos, yo podía aportar mi experiencia», se justifica Petit ante el cambio de militancia en aquellos convulsos años. Y es que en un país que llevaba desmovilizado políticamente casi cuarenta años era más necesario que nunca actuar rápido y, para ello, había que utilizar las herramientas que se habían ido puliendo durante este tiempo.
Debido a esa necesidad de urgencia nace el Front d’Alliberament Gai de Catalunya (FAGC), que ya venía articulándose en la clandestinidad gracias a su organismo predecesor, el Movimiento Español de Liberación Homosexual, capitaneado por Francesc Francino y Armand de Fluvià. Una de las primeras acciones del FAGC fue la organización de la ya famosa marcha del 26 de junio de 1977 en la que se exigió una amnistía total, puesto que, mientras que los presos políticos estaban saliendo de las cárceles, lo llamados presos sociales aún seguían entre rejas y sin visos de cambio. Jordi lo recuerda así: «Hubo dos estrategias paralelas. Por un lado, se realizaron diferentes acciones: comunicados de prensa, manifiestos de personalidades, entidades y partidos políticos, la manifestación de junio de 1977, un mitin el 2 de diciembre, otra manifestación el 4 de diciembre del mismo año… Y, por otro lado, hubo tres diputados que presionaron a Suárez y le decían: ‘Oiga, si usted quiere que esta democracia sea homologable a la europea no puede tener a esta gente en la cárcel’». Gracias a estas presiones, el FAGC es legalizado formalmente en julio de 1980 y en ese momento Jordi Petit se convierte en su coordinador. Antes de este reconocimiento institucional, el frente ya había conseguido hacer presión para derogar, en diciembre de 1978, el artículo relativo a la homosexualidad de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social.

En el FAGC permanece hasta 1986, cuando funda la Coordinadora d’iniciatives Gais (CIG). Hacía cinco años que se había diagnosticado el primer caso de VIH/sida en nuestro país y la sociedad estaba patas arriba. Se había vuelto a poner el foco en el colectivo, sobre todo en los hombres homosexuales, y el conservadurismo, que consideraba la epidemia una consecuencia directa del libertinaje de los gais, se estaba movilizando en contra de nuestras libertades al mismo tiempo que daban rienda suelta a la estigmatización. CIG desarrolló una política asistencial y colaborativa con las instituciones, dando soporte, apoyo y cuidados a enfermos y familiares al mismo tiempo que intentaba hacer frente, o por lo menos contener, los prejuicios contra el colectivo. «De repente llega el VIH/sida y los mismos que habíamos estado en el FAGC empezamos a distribuir preservativos», recuerda Petit mientras subraya las complicaciones que tuvieron: «Nos llamaban fascistas y ursulinas en los locales gais. ¿Por qué? Porque la gente no quería reconocer el problema, ya que todavía no habían visto casos de defunciones ni de enfermos. Pero luego llegó esa pesadilla e incluso eso supuso una ruptura dentro del FAGC y la creación de la coordinadora gay-lesbiana, que focalizó el tema de la prevención del sida y de los derechos que tenían que acompañar a las parejas homosexuales. De repente, quedaba uno vivo, por ejemplo, y no tenía derecho ni a la subrogación del contrato de vivienda, ni a herencia, ni a nada de nada».
Esta situación obligó a que el CIG se movilizara en esta dirección y luchara por alcanzar varios hitos legales más. En 1988, consiguen cambiar el redactado del escándalo público en el código penal, ya que, aunque la homosexualidad quedaba excluida de la citada ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social, todavía se seguía deteniendo a los disidentes sexuales amparándose en este artículo. En 1994, consiguen la inclusión de las parejas homosexuales en la ley de arrendamientos urbanos para que, si un miembro de la pareja moría, el otro pudiera subrogarse a su contrato. Y en 1998, en pleno gobierno conservador de José María Aznar, contribuyen a que se promulgue la primera ley de parejas de hecho en Cataluña, pensada expresamente para uniones no heterosexuales.
En el último tramo de su mandato en CIG, Jordi Petit dio el salto internacional. De 1995 a 1999 fue secretario general de la International Lesbian and Gay Association (ILGA), el máximo organismo internacional que lucha por la igualdad real y efectiva de las personas LGTBIQ+. Gracias a su gestión, consiguió que la ILGA alcanzase el estatus de ONG consultiva del Consejo de Europa y fue recibido por primera vez por la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de Naciones Unidas.
Con la entrada del nuevo siglo, aparte de no parar de participar en proyectos, asociaciones e iniciativas diversas, también tuvo tiempo de recoger los frutos de su incansable trabajo. En 2003 le concedieron la Medalla de Honor de la Ciudad de Barcelona y en 2008, la Creu de Sant Jordi, la máxima distinción catalana. Sin embargo, Petit lo recuerda con gran modestia: «Este fue el reconocimiento al trabajo del voluntariado, de tantas y tantas personas anónimas que trabajan en las asociaciones. Me sentí honrado y muy contento, por supuesto, pero lo digo cada vez que me dan una medalla: esto es para el voluntariado, que está frente al teléfono rosa, que reparte preservativos, que protesta porque las cosas en Rusia van de mal en peor… Yo siempre lo he entendido como un reconocimiento a la comunidad activista».
Como vemos, la historia de Jordi Petit es la historia de un hombre valiente, que siempre dio la cara y se preocupó de socorrer al colectivo en los momentos más críticos de su pasado reciente. Tuvo el arrojo necesario para dar un paso al frente, sin saber siquiera si iba a caer al vacío. Los derechos que hoy disfrutamos, sin duda alguna, son el fruto de su arduo trabajo y de sus visitas a despachos, platós y, cómo no, de sus salidas la calle, pancarta en mano.
Quizá lo menos positivo de todo esto, seamos realistas, es que a gran parte de las nuevas generaciones ni siquiera les suene su nombre y no sepan que gracias a personas como él hoy podemos, aparte de disfrutar de un estatus legal similar al del resto de la población, cuestionar el sistema y cagarnos en todo. No obstante, ahora nos toca tomar su testigo, armarnos de nuevo y aprender de una maldita vez que los derechos que tanto costó conseguir pueden desaparecer de un plumazo. «Parte de nuestra comunidad no es consciente de los riesgos a los que nos enfrentamos», advierte Petit, «Está muy bien divertirse y salir de fiesta, pero yo creo que es necesaria más capacidad del movimiento para afrontar los retos de la derecha extrema y de los ultras. No podemos dormirnos en los laureles».
Jordi Petit nos cuenta que en los años ochenta, cuando todo parecía «normalizado» y aún no había golpeado fuertemente la pandemia del sida, los frentes de liberación se vaciaron y se llenaron las pistas de baile. Ahora tenemos que hacer el camino inverso. Tenemos que vaciar TikTok y llenar las calles de nuevo con nuestro grito de defensa. Desde luego, se lo debemos a su generación, a la nuestra y, cómo no, a las que están por venir.






