Barcelona és bona si la Gilda Love sona. Y vaya que si suena. «Yo soy la Gilda Love, la revolución y a todos los hombres soy la sensación», se escucha en pleno barrio de Sant Andreu. Con 100 años, es la transformista más longeva del mundo. El Récord Guinnes aún no la reconoce, pero el público sí. Vivió la Segunda República, revolucionó la Legión Española y se asentó en El Raval durante el tardofranquismo. Mucho antes, triunfó en el mítico Madame Arthur y sorprendió a la mismísima Maria Callas. «Mi padre quería un niño; mi madre, una niña y yo nací café con leche», añade.
El devenir de Gilda ya se presagió el 20 de agosto de 1925. Su gemela moría estrangulada durante el parto y la dejaba así entre los pequeños de una familia humilde de 20 hermanos. «Yo los tenía que soportar a todos», recuerda la artista. Su declaración recoge palizas, insultos, un intento de quemarla –otro de ahogarla– y mucho miedo. Las agresiones se sucedieron hasta los 17 años, cuando huyó de su San Fernando natal. Hasta entonces, los días fueron «horribles». «Lo mío [ser homosexual] era una cosa que no se podía hablar», sostiene.
Violencia familiar
La orientación sexual de Gilda bastó para soportar una infancia en solitario. Relegada al segundo grupo de las comidas, sólo encontró la ayuda de su hermana Angelita, ‘la Modista’. «Mis hermanos nunca me han dado un beso, sólo golpes y me quitaban el aro [hula hoop] para que no me distrajera», expresa. Sin relación, ni juegos, ni cariño con el resto, se refugió en ella. «Mi hermana me trataba muy bien y me llevaba al cine a ver a Shirley Temple», afirma con relación a la primera niña prodigio del cine.
El entorno de Gilda nunca la ayudó. Sus padres, feriantes isleños, tachaban de «bromas» entre hermanos las agresiones. Una de aquellas casi la mata. El motivo fue lucir el traje de gitana que ‘la Modista’ le preparó para una prueba. En ese momento, tres hermanos le prendieron fuego con una cerilla. El vestido ardió al instante. «Mi hermana me trajo una toalla húmeda y ellos se escaparon mientras yo lloraba», declara Gilda, quien añade: «Con 11 años me metieron en un pozo porque no querían que cantara».
La violencia hacia Gilda se perpetraba en grupo. «Siempre venían de tres en tres a pegarme», aclara. Lo mismo con los insultos: «mariquita sucia», el más repetido. De esta forma, se apartó a un escalón del patio familiar, desde donde hizo un amigo tras una ventana colindante. Tan sólo pudo quedar un día con aquel «niño jorobadito» porque su hermano mayor le prohibió entrar en la casa. «Hasta me tiró a la carretera la caja de fresas que me regaló la madre», recalca con tristeza.
–¿Le quedó algo de una familia tan grande?
–El amor mío de hermano, yo lo quería poner con ellos. Yo decía, «Es mi hermano, ¿no?» Pero yo decía muchas veces, «¿A qué me voy a poner con ellos cuando ellos no quieren saber nada de mí?».
Gilda creció sin ser feliz. «¿Cómo iba a serlo si me quitaban todos los gustos que yo tenía?», cuestiona. Sin embargo, encontró refugio en su abuela Lorenza, la contrabandista de jazmines. «Mi abuela ha sido lo más grande del mundo, me compraba bocadillos de jamón, pirulines y barquillos a escondidas de mis hermanos», relata con entusiasmo. Y es que, junto a su marido, teniente de Alfonso XIII, reunió dinero como matutera del café y azúcar que entraban por el puerto de San Fernando.

Los padres de Gilda Love tachaban de «bromas» entre hermanos las agresiones. Una de aquellas casi la mata
El hartazgo de Gilda le llevó a pedir ayuda al cura del barrio. «Tenía la vida atormentada y no podía estar más en mi casa», recuerda. De esta forma, ‘el padre Buenaventura’ la introdujo como paracaidista en el desierto del Aaiún, donde pasó seis años de servicio militar y en la Legión. Los «despistes» de los centinelas sirvieron para tener «contacto» con los militares. «Hacíamos un poquito la guerra y luego tuve muchísimas citas porque en el cuartel había [homosexuales] y otros que venían de ver a las novias», reconoce. Tantas, que podía elegir. «Hacía el amor la mar de bien», finaliza.
Tras una breve estancia en Casablanca, en 1951 decidió partir hasta Marsella, donde aprendió peluquería. Sin embargo, su verdadero sueño pasaba por formarse en París y allí fue. Gracias al certificado del servicio militar, consiguió trabajos esporádicos como ayudante de la afamada Ludmilla Tchérina y del célebre Luis Mariano. Si bien de la primera no guarda malos recuerdos, sí que los tiene del popular ‘novio de España’. «Era gay, homófobo y ordinario», apostilla sobre el protagonista de ‘Violetas Imperiales’.
Rita Hayworth, la otra Gilda
Al mismo tiempo que trabaja, Gilda descubrió el espectáculo parisino: primero, como cliente; después, como figura de Madame Arthur. Atrás dejaba la vocación del show español para dedicarse a este. Entonces, nació el alter ego Gilda Love en honor a la película homónima protagonizada por Rita Hayworth y Glenn Ford. Durante quince meses lideró el cabaré francés, cuna del transformismo, junto a nombres de la escena como Coccinelle, Capuccine, La Bambi y Dolly Van Doll –nombre artístico de la vedete Carla Follis, fallecida el pasado 13 de octubre–.
La canción que nunca faltó en su espectáculo fue ‘Amado Mío’. Su pasión por la otra Gilda trascendía la pantalla. Hasta una docena de veces llegó a ver la cinta donde Hayworth agitó al mundo tras deshacerse de sus guantes de satén negro. El amor hacia la estadounidense provocó su apellido artístico y el talento hizo el resto. Sin embargo, Gilda se mantiene firme: «Yo soy transformista porque me gusta actuar de mujer y después salir de hombre por la calle». Ni travesti, ni drag. Sí, en cambio, gusto por la pista, los pendientes y el brillo.
Otro de los gustos de la artista fueron siempre los hombres. A pesar de las dificultades para amar, sí fraguó dos relaciones «importantes». «Me enamoré muchas veces, pero no era fácil», afirma. La primera de sus uniones fue con Roger, un ingeniero petrolero que conoció en Francia. Después de siete años, varias infidelidades del normando provocaron la ruptura. Gilda se llevó su primer desamor y tres millones de pesetas para abrir una peluquería.
A mediados de la década de 1950, Gilda volvió a España. Instalada en Bilbao, pronto compaginó el transformismo y la peluquería. El día que jamás olvidará es el 17 de septiembre de 1959. Aquella noche María Callas actuaba en el Coliseo Albia en pleno revuelo por su declive vocal y la relación con el magnate Aristóteles Onassis. La intoxicación de su peluquero provocó que el sindicato del gremio contactara con Gilda a razón de peinar tres pelucas de fantasía. «Ella era muy seria y estaba hecha a América», declara sobre la soprano, quien le regaló un sobrio magnific y 1.500 pesetas.
El Raval
La década de los 60 fue decisiva para Gilda. Se enamoró de Hassan, un futbolista árabe, quien falleció en el campo tras una patada. Apenada, decidió viajar a Barcelona para dedicarse en exclusiva al transformismo. En 1967 se instaló en El Raval, el que fue su barrio durante 40 años. «Barcelona de noche era un vivir maravilloso», añade la artista, quien trabajó en la Bodega Apolo durante 17 años. Allí llegó a compartir camerino con Carmen de Mairena, de quien guarda gratos recuerdos: «La Carmen era muy buena, como artista y como persona», apunta.

La noche de Barcelona encendió en Gilda la idea de no irse jamás. Sin embargo, sí clama contra la brutalidad policial que vivió en los años 70. «La policía te cogía por cualquier cosa y te metían en el furgón diciendo que ejercías la prostitución, eso era mentira», señala. Además, enfatiza la doble dificultad que encontraban las travestis y las mujeres transexuales por la misma razón. A pesar del progresivo cierre de locales durante el final de los años 80, Gilda recobró popularidad en enclaves como la Bodega Bohemia. Pero el destino de esta se truncó para 1999, tal y como muestra el documental ‘Yo soy así’ de la holandesa Sonia Herman Dolz, quien filmó a Gilda.
Una vida de récord
El pasado 5 de febrero, el Récord Guinness reconoció a Rose Levine como la drag queen en activo más longeva del mundo, con 91 años. Este homenaje sucedió tras la muerte de Darcelle XV en 2023, quien hasta entonces ostentaba el título con 92. Gilda, que acaba de festejar el siglo, lleva diez meses sin subir a escena, pero no pronuncia la palabra retiro. «A la pista puedo salir el día que tenga ganas, pero salir porque sí, no», dice mientras guarda trajes y pelucas. No necesita certificados para saberse parte de la historia, aunque lo confiesa a media sonrisa: «Me gustaría que me reconocieran y dijeran que siempre he sido un transformista como Dios manda».
La vida de Gilda discurre ahora más pausada. Lejos del Raval que tanto echa de menos, se deja ver del brazo de su amigo, el cancionero y cupletista Adrián Amaya. Su sobrino Daniel es otra de las compañías diarias para tomar café. Durante el día, charla con las vecinas y devora las revistas del corazón, según cuenta Amaya, quien la visita cada mañana o tarde. A menudo, la invitan a proyecciones y acude porque la pista nunca se olvida. Que el Guinness no la reconozca es lo de menos porque ha cumplido sus sueños. «Lo único que me espera es marcharme, me da lo mismo que sea ahora o después», reconoce. Pero cuando suena una copla, Gilda se despide siendo la revolución que cantaba.




