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Lesbianas que hacen cosas: Paloma Peñarrubia

Stories Violeta Niebla
Paloma Peñarrubia, compositora de cine, publicidad y artes escénicas. Soledad Villalba Cumpián
Stories Violeta Niebla

A las lesbianas se nos llama bolleras, tortilleras o camioneras. Son tres términos que, curiosamente, nos definen como hacedoras de algo. O hacemos bollos, o hacemos tortillas, o llevamos un camión. A mí me parece bastante para arrancar, aunque la lista se me queda corta. Porque las lesbianas, además de hacer bollos o tortillas, hacemos música, películas, casas, libros, vino, muebles, fotografías, discos, cenas improvisadas y, sobre todo, comunidad.

Esta sección se llama ‘Lesbianas que hacen cosas’, y nace del deseo de poner nombre, rostro y oficio a las lesbianas que crean. Las que trabajan, las que inventan, las que se cansan, las que no tienen tiempo para manifestarse pero lo están haciendo todo el rato: en la vida, en los talleres, en los escenarios o en sus cocinas. Quiero hablar de mis amigas lesbianas y de otras muchas que no son amigas, pero me gustaría que lo fueran. No es
una sección de entrevistas ni un catálogo de éxitos: es una cartografía íntima. Un intento de mirar a mi alrededor y reconocer en esas mujeres que lo que hacen puede servir de referencia para muchas.

Esta sección es un homenaje, pero también una excusa para vernos. Para recordar que seguimos haciendo. Que hay muchas más de las que creemos. Y que, si las nombramos, quizá algún día nadie se sorprenda de que el verbo que más conjugamos sea ‘hacer’.

He elegido a Paloma Peñarrubia para abrir esta serie. No se me ocurre nadie mejor que ella para empezar hablando de lesbianas que hacen cosas. Paloma nació en Málaga en 1984, es leo ascendente tauro y la luna en escorpio. Compositora de cine, publicidad y artes escénicas. Su trabajo más raro fue vender bragas usadas de las Dirty Princess en un festival de cine porno. Y ha tenido pocas novias, pero muchas amantes.

Nos cruzamos por primera vez, creo, allá por 2001. No tengo ni idea de la veracidad de esta fecha pero por la ropa y el pelo que llevaba, seguramente estábamos estrenando siglo.

Recuerdo perfectamente ese momento: fue en calle Granada, en Málaga. Ella volvía de trabajar del Café con Libros y yo seguramente iba a tomarme un zumo al Café con Libros. Algo que hacemos mucho las lesbianas cuando nos reconocemos es mirarnos descaradamente, y aquella vez fue tan evidente que acabamos diciéndonos ‘hola’. Creo que nos dio hasta vergüenza.

La segunda vez fue en la plaza de la Merced, cuando todavía se hacían botellones. Allí sí que interactuamos: nos sentamos en un escalón y hablamos un poco. Y ya luego, la vida nocturna de Málaga nos volvió a unir muchas veces más, porque Paloma, en aquella época pinchaba en los locales de moda. Y no era Paloma, era Yorka.

A los 17 años aprendió a pinchar porque se enamoró de una chica que pinchaba. Ella quería enseñar le a tocar el saxofón a cambio, pero al final le gustó más pinchar que la chica. Estuvo pinchando tecno en clubs desde los 18 hasta los 28.

En ese lapso de tiempo la he visto trabajando en el Clandestino, el primer restaurante donde no te ponían pescaíto frito en Málaga. De repente, allí descubrimos muy jóvenes lo que era la rúcula y los taninos.

Después del Clandestino, se fue a Madrid donde trabajó en tiendas de ropa y en la tele, controlando las cámaras de un reality show. En Madrid hizo su primer concierto poético con 22 años. 

A los 17 años aprendió a pinchar porque se enamoró de una chica que pinchaba

Cuando volvió de Madrid, volví a cruzarme con ella, entró  a trabajar en una librería y me habló por primera vez de ‘Las flores no lloran’,  un proyecto de música experimental. Que quizá en España no se  entendería mucho al principio pero  que le iba a abrir muchas puertas en el futuro. El nombre lo sacó de la  canción de ‘La Llorona’, de Chavela Vargas que decía qué tienen las flores del campo que parecen que están llorando, y Paloma dijo «parecen,  pero no lloran». Los primeros conciertos empezaron a los 23 y duraron hasta los 31. Entre medias a Paloma le dio tiempo a ser alguien más: Leonor Azul, su nombre para escribir poesía. Nuestro Paco Cumpián, nuestro padre poético, también nos unió en esos recita les que organizaba en La Cosmopolita y en el Trifásico.

Estos proyectos musicales y poéticos los compaginaba con su trabajo en una tienda de ropa donde también me la encontraba. Recuerdo que fui a probar me unos bañadores y me contó que se quería pedir una excedencia para intentar vivir de la música. A mí me sonó precioso y utópico. Como esos sueños que lanzas en voz alta pero nunca se cumplen.

Cuando cerró el proyecto de Las flores no lloran, le propuso en 2016 a Azael Ferrer, con quien llevaba ya años trabajando, crear Bromo: un proyecto activista, social y científico de música en directo con visuales. Con este proyecto sigue girando y tienen una proyección internacional. Son un referente para los que están empezando.

Paloma Peñarrubia ahora vive en Asturias, rodeada de animales y naturaleza. Vive con sus ovejas, se da larguísimos paseos con su perro, cuida su huerto, sus manzanos y sus nogales. Ernesto Artillo

La siguiente vez que fui a la tienda de ropa Paloma ya no estaba. Había pedido la excedencia, y poco tiempo después le salió su primera película para hacer la banda sonora de ‘Seis y medio’, dirigida por Julio Fraga. Por ser fiel a su proyecto y hacer lo que ella creía que tenía que hacer le llegó su primera película.

Ya venía haciendo música para publicidad, cortos y teatro desde hacía tiempo. Desde niña, Paloma ha sido muy cinéfila. Antes de ir al colegio se ponía el VHS de ‘Grease’. El primer cedé que se compró con catorce años fue una banda sonora. Siempre ha entendido su discurso musical como una propuesta narrativa. No encajaba tanto con las estructuras de pop, sino que lo entendía más como una historia que contar. Siempre ha entendido la música con imágenes.

Por ser fiel a su proyecto y hacer lo que ella creía que tenía que hacer le llegó su primera película

Algo que marcó su carácter interdisciplinar, híbrido y curioso hasta límites insospechados fueron las junteras. A los 28 años se encontró con distintos perfiles de la escena malagueña: Alessandra García, Pedro Ocaña, Emmanuel Lafont, Cristian Alcaraz entre otros. Artistas escénicos, visuales y poetas. Eso le abrió puertas e hizo que transitara su propia disciplina desde otros ángulos. Se ofreció a colaborar con todos los que pudo. Trabajó aunque las condiciones no fueran las mejores, con la esperanza de mejorar. Y poco a poco de todas esas puertas fue discriminando unas y enfocándose en otras.

Hasta este momento, Paloma siempre había vivido en grandes ciudades. Cuando dejó la tienda para dedicarse por completo al mundo de la música se dio cuenta de que no podía vivir en un piso: por el ruido, por el estudio, por la necesidad de silencio. Buscó naturaleza. La primera casa que tuvo fue en Monte Dorado, camino de los Montes de Málaga. En esa casa, curiosamente, vivía mi novia cuando la conocí.

Después se fue a un pueblo de La Alpujarra, de 160 habitantes. Allí hizo su segunda película, ‘Bajo la piel del lobo’, sobre un personaje que vivía solo. Tuvo que volver al año siguiente porque le ofrecieron trabajo en una escuela de producción musical. También vivió en Agua Amarga, a un minuto descalza desde la casa al mar.

Luego se mudó a los Montes de Málaga a una casa aislada sin cobertura ni agua corriente. A esa casa nunca me atreví a subir porque decía que tenía una cuesta bastante empinada con un camino de tierra y me daba miedo que se me calara el coche en el medio.

Ahora Paloma vive en Asturias, rodeada de animales y naturaleza. Vive con sus ovejas, se da larguísimos paseos con su perro Fuji, cui- da su huerto, sus manzanos, sus nogales, tiene mucha agua y es feliz. En su casa ha creado un espacio con la idea de compartirlo como residencia artística: La Lucera. Sigue componiendo, pero también sembrando y construyendo redes. Y, sobre todo, haciendo que el mundo suene un poco mejor cada día.

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