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Alta gama queer: lujo gay vs. lujo lésbico

Moto Triumph retro.

¿Somos tan diferentes al definir nuestros objetos de deseo?

Stories Violeta Niebla

Cuando levanté la mano, como en el colegio, a la propuesta de «¿quién quiere escribir un artículo sobre los objetos de deseo de la comunidad LGTBIQ+? », lo hice impulsivamente, casi sin pensar. Me gustaba el punto de partida: tenía algo de inventario fetichista, de humor colectivo y también de espejo cultural. Ese contraste entre lo gay aspiracional (sofisticado, performativo, de diseño) y lo bollera aspiracional (funcional, táctil, simbólico, emocional, muchas veces de campo). Estuve días recibiendo listas de objetos de deseo: los gays, un velero de teka, un cuadro de Bacon, una Leica; las bolleras, una cafetera de color verde botella, un Suzuki Jimny y una casa en Menorca con vistas al mar. Es la versión queer del test de Proust, pero con presupuesto.

 

El lujo gay podría tener más que ver con el brillo, la estética, la curaduría del gusto, el refinamiento. Es el arte de combinar una vajilla Ginori 1735 Oriente Italiano de doce servicios (≈ 3.200 euros) con una cubertería Christofle (≈ 2.500 euros), un reloj Tank de Cartier con correa de cuero y manilla de zafiro (≈ 6.000 euros) y un velero de madera de teka con tapicería blanca y azul marino (≈ 120. 000 euros) amarrado en un puerto donde se come bien. También podría ser un cuadro de Peter Saul o de Francis Bacon (entre 300.000 y 10 millones de euros), una moto Triumph retro (≈ 14.000 euros), un equipo de música de alta fidelidad (≈ 6.000 euros), una cámara Leica M11 (≈ 8.700 euros) o una batería Ludwig clásica de los 70 con platos de alta gama (≈ 10.000 euros). Es el lujo de lo impecable, del objeto exhibido como extensión del cuerpo y del gusto. Hay algo de performance en todo eso: la mesa puesta, la piel pulida, el deseo perfectamente iluminado. Pero bajo esa superficie brillante late la misma contradicción que en todas partes: el capitalismo también sabe perfumar su precariedad. Uno se hipoteca para tener un reloj eterno y acaba midiendo con él el tiempo que pasa en el trabajo.

 

El lujo bollera, en cambio, tiende a ser práctico, vinculado a la durabilidad, la textura, la utilidad —cosas que se pueden tocar, reparar, heredar o compartir. El primer manuscrito de una escritora o una colección fotográfica de Gerda Taro (incalculable). Un cuadro de Goya o de William Turner (entre 500.000 y 60 millones de euros). Un Suzuki Jimny (≈ 26.000 euros) que arranque a la primera. Una cafetera La Marzocco verde botella, amarilla y roja (≈ 6.500 euros). No sabía que todas mis amigas lesbianas (hasta las que no toman café) querían esta cafetera que tampoco sabía que existía, una moto Husqvarna Svartpilen 401 (≈ 7.200 euros), un Rolex Datejust 18k (≈ 15.000 euros). Un sofá Togo de Ligne Roset (≈ 5.000 euros), sillas Cesca editadas por Knoll (≈ 1.000 euros cada una), una lámpara Louis Poulsen PH5 (≈ 800 euros), una mesa redonda de mármol Knoll Saarinen (≈ 5.500 euros), una alfombra persa (≈ 3.000 euros), una chaqueta de cuero Givenchy (≈ 3.500 euros), una manta Blacksaw (≈ 400 euros), un jarrón de Jonathan Adler (≈ 300 euros), cualquier cosa de Alessi (entre 70 y 400 euros), una Scissor Bed de Thut (≈ 9.000 euros), las Wire Shelves de Montana (≈ 2.000 euros) o una cazuela Le Creuset (≈ 250 euros). Y, por supuesto, la casa en Menorca con piscina y vistas al mar (≈ 2 millones) o el pisazo en el East Village (≈ 1,8 millones) que quizá nunca llegue, pero que lo queremos igual.

 

Y luego están mis propios objetos de deseo: un viaje en el Transiberiano (≈10.000 euros) o un mes entero contemplando auroras boreales en Islandia mientras las capturo con la Fujifilm más cara del mercado, embutida en la mejor ropa térmica del mundo.

Todes soñamos con una casa en el campo donde no suene el móvil y una lámpara que dure toda la vida: y en todos los casos, lo que se compra es tiempo y calma. Eso que casi nadie tiene. El capitalismo es igual de hábil seduciendo a la bollera que cambia bombillas que al gay que colecciona lámparas. Porque al final, todos estos objetos —vajillas, cuadros, trenes, cámaras, ropa térmica— funcionan como espejos de nosotros mismos: revelan lo que creemos merecer, lo que tememos perder y lo que imaginamos con ansiedad y deseo.

Pero ahí está la paradoja: cuanto más luchamos contra la precariedad, más sentido adquiere el lujo como territorio simbólico. Hipotecamos el futuro para comprar un reloj eterno, compramos ropa técnica carísima para no sentir el frío, soñamos un tren épico que atraviese continentes para sentir que, aunque sea por un mes, algo nos pertenece de verdad. En esa tensión entre lo que somos y lo que deseamos radica la política del lujo queer. No se trata de criticar el deseo (sería tontería: todas lo tenemos), sino de leerlo, nombrarlo, ponerlo en interrogación.

La disyuntiva no es entre soñar o no soñar, sino entre capitalizar nuestros sueños sin perder de vista que somos sujetas vulnerables, sin ilusiones de permanencia absoluta. Que el lujo no tenga la última palabra. Que sigamos preguntando: ¿de qué manera esos objetos nos consumen, nos configuran, nos limitan? Y al final, que sigamos deseando —pero sabiendo que nuestro verdadero lujo puede residir en los gestos cotidianos que no están a la venta.

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